[CRÍTICA: “El Conde” de Pablo Larraín]
- Gonzalo "Sayo" Hurtado
- 19 sept 2023
- 4 Min. de lectura
Teniendo nuevamente a la dictadura pinochetista como telón de fondo, este director chileno opta por una mirada que transita entre la sátira política, el delirio y toques de gore. Producida por Netflix, esta surreal producción -ganadora a Mejor Guión en el Festival de Venecia- ya se encuentra disponible en esta plataforma.

Siendo uno de los directores chilenos con mayor proyección internacional, el que esta película sea concebida con un aliento más allá de su propio terruño a pesar de ser un tema tan ligado a la historia de ese país, no es más que la culminación del ansiado crossover que Larraín viene haciendo hace ya varios años sin traicionar la esencia latinoamericana de su cine. Dado que la dictadura militar ha sido el insumo de la trilogía integrada por “Tony Manero” (2008), “Post Mortem” (2010) y “No” (2012) y que lo hizo conocido mundialmente, el regreso a esa temática busca ahora un camino con mayor libertad y fuera de las ataduras y convenciones clásicas para explorar la figura de Augusto Pinochet con un aliento surreal y fantástico.
Si en biopics como “Jackie” (2016), “Neruda” (2016) y “Spencer” (2021), Larraín ya había insinuado lo bien que le quedaba moverse en el terreno de un intimismo que roza lo onírico al graficar el mundo interno y de sensaciones de sus protagonistas desde una perspectiva casi fantasmal, la búsqueda de una mayor libertad expresiva lo ha llevado a ingresar a una suerte de falsa biografía en la que Pinochet encarna la figura de un mítico vampiro cuya presencia data desde la Francia de Luis XVI, donde un joven Claude Pinoche (Clemente Rodríguez), se convierte en un espíritu errante tras el triunfo de la Revolución Francesa y la pérdida de sus vínculos con la realeza, cebándose desde su condición de vampiro en jóvenes prostitutas, para luego ser una inmortal entidad dedicada a sofocar revoluciones en lugares distantes como Haití, Rusia o Argelia, hasta finalmente radicarse en Chile, donde se refugia tras la identidad del sangriento dictador Augusto Pinochet (Jaime Vadell lo interpreta en esta etapa).

Jaime Vadell como el vampiro y dictador Augusto Pinochet
UN MONSTRUO DE MIL CABEZAS
Siendo un personaje que en la vida real no deja de crear controversia al haber instrumentalizado un gobierno de perversa represión en el que el asesinato, secuestro y corrupción estuvo a la orden, el sacar a Augusto Pinochet del plano de la realidad para hacer de él la alegoría de una entidad vampírica no resulta caprichoso ni mezquino, todo lo contrario. El buscarle un referente en la tradición de los monstruos clásicos solo es una manera de entender su insano y maquiavélico proceder desde una visión en la que la maldad aflora como una natural pulsión desde su ADN. Estos aspectos quedan fuertemente graficados en el inicio de la historia, donde la alegoría del dictador desde un ejercicio expresionista que exalta su condición de ente perverso y con detalles gore que son un homenaje al género, ponen de relieve la capacidad de Larraín para canalizar la indignación contra el monstruo real con un ser que se emparenta con un imaginario desde el terror cinematográfico. Aquí es oportuno apuntar como la figura de Pinochet es deconstruida desde sus propias contradicciones y carencias pese a la fascinación que sigue despertando en tantos admiradores de un pragmatismo que exalta a populistas y mamotretos de la región como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele o Javier Milei.

Los hijos del dictador: Jacinta (Antonia Zegers), Aníbal (Marcial Tagle), Mercedes (Amparo Noguera) y Manuel (Diego Muñoz), flanqueando a su madre Lucía (Gloría Münchmeyer).
Desde esa condición, el generalísimo encuentra almas gemelas en su entorno más cercano como el fiel mayordomo Fyodor (un siempre excelente Alfredo Castro), otrora agente secreto y torturador, su ambiciosa esposa Lucía (Gloria Münchmeyer) y sus 4 hijos, siendo sus herederos los parásitos de una casta mediocre y capaces de justificar las atrocidades del gobierno del padre con tal de hacerse de la fortuna que éste tiene escondida y de la que ha ido perdiendo memoria tras fingir su muerte ante el mundo. Todo ese universo, tan oscuro como sugestivo, queda fielmente reflejado en la primera mitad de la película, pero el segundo acto se vuelve confuso y caprichoso con la introducción del personaje de la monja Carmencita, que a pesar del esfuerzo de Paula Luchsinger por darle presencia escénica, termina siendo parte de un conjunto de micro intrigas que desdibujan la trama y llevan a los personajes principales a un cierre abrupto y poco digno para la expectativa que se había trazado en torno a ellos.

Alfredo Castro como el señorial sicario y mayordomo Fyodor.
UN RESULTADO DESIGUAL
"El Conde" termina siendo una película errática que se desinfla en la medida en que su director pretende volar con giros de guión sacados del bolsillo, arrebatos de inspiración que toma prestados de directores que se regodean más con la pirotecnia de los formatos como Alejandro González Iñárritu y el afán por explorar en la tradición geopolítica chilena con el Reino Unido. En ese sentido, hay un personaje clave cuya identidad no revelaré para no spoilear el final, pero cuya presencia es desaprovechada en favor de la resolución "acumulativa" que Larraín plantea y que algún despistado tomará por genialidad. Ganadora del Mejor Guión en Venecia, hecho que no debería llamar la atención ni siquiera en el contexto de los grandes festivales, donde sus jurados suelen tener particulares y exageradas interpretaciones en torno al imaginario latinoamericano, esta producción se inscribe en una nueva tendencia al trazar rutas festivaleras cortas, jugársela por un premio prestigioso y luego irse directamente a una plataforma para cerrar un negocio redondo en lo económico pero de resultados a medias tintas en lo cinematográfico.

*Esta película ya se encuentra disponible en Netflix.
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