En sintonía con los recuentos de fin de año, he aquí las reseñas de estas películas que pude apreciar en la programación del Festival de Cine de San Sebastián realizado en setiembre último. La primera fue el estreno sorpresa del evento, la segunda fue parte de la sección “Perlas” y la última, integró la Competencia Oficial y se llevó el premio a Mejor Actriz para su protagonista, Jessica Chastain.
“SPENCER” (RU/Alemania/EEUU/Chile) de Pablo Larraín: Desde su etapa en su natal Chile, Pablo Larraín siempre ha estado fascinado por personajes que se salen del común de su entorno por una vocación disruptiva que bien los lleva a defender sus ideales o a ser empujados por la insania para cumplir sus propósitos. Pero entrando de lleno en el terreno del biopic, sus incursiones no han dejado de ser fructíferas tanto en “Neruda” (2016) como en “Jackie” (2016), acertando en el retrato más allá de los datos puramente históricos al retratar a sus protagonistas desde sus propios deseos e introspecciones más profundas. En el caso del presente acercamiento a la figura de la desaparecida princesa Diana Spencer, su método ha vuelto a dar frutos al alejarse del sensacionalismo que suele explotarse en torno a ella y optar por un intimismo que le hace justicia.
La historia se concentra en un fin de semana a inicios de los 90, cuando Diana acude a la finca Sandringham de la familia Windsor durante las vacaciones de Navidad. En el lugar, Larraín, se enfoca más en seguir a la aristócrata desde sus ensimismamientos, dejando en claro su lejanía de los protocolos reales al desafiar las normas de seguridad y desenvolverse como una civil más. Diana es la personalidad extraña y ajena a aquel círculo relamido y atrapado en sus propios códigos, siendo esa capacidad para distanciarse acentuada por una conducta que desde los gestos más cotidianos se decanta nostálgicamente por la cercanía a la casa familiar donde pasó su niñez, como buscando refugio en una memoria más grata que aquel séquito frío e impersonal.
Larraín sigue atentamente a la princesa tanto en sus pequeños gestos como en sus desvaríos emocionales, optando por sugerir la mayor parte de su conflicto con el príncipe Carlos y la amante de éste, Camila Parker-Bowles, sin tener que recurrir a explicaciones excesivamente verbalizadas. No resulta casual que la figura de Ana Bolena –reina del medioevo ejecutada por “adúltera”- esté presente metafóricamente para recordar que los modos británicos están por encima de la verdad o lo justo al paso del tiempo. Del mismo modo, los personajes del entorno real, algunos simplemente serviles y otros comprometidos hasta el hartazgo con sus señores, además de mostrar hasta qué punto enrarecían el ambiente, tienen un contrapunto en asistentes como Maggie (Sally Hawkins), cuyo perfil LGTB hace empatía con una Diana incapaz de conectar con el entorno de su marido.
En esta perspectiva de graficar el mundo interno de Diana –y en el que Kristen Stewart hace un elogioso trabajo al adaptarse tanto en el físico como en el acento de su personaje-, la sensación final de “Spencer” se valida al mostrarla como un ser vulnerable y dolido, pero con la necesidad suprema de respirar libertad al lado de sus hijos para hacer explícita su verdadera y desigual batalla. Por eso, hasta un tema tan simple como “All I Need is a Miracle” de la banda ochentera Mike & The Mechanics se ajusta perfectamente a ese escape emocional que supone este biopic entrañable y conmovedor.
“LA MANO DE DIOS” (Italia) de Paolo Sorrentino: Ganador del Oscar a Mejor Película Extranjera por “La gran belleza” (2013), el cine de este director italiano refleja tanto su afán por hacer reflexiones del resumen de una vida como ir a la antípoda de aquello para recrear un episodio de juventud que definió la pasión que hoy lo guía. Iniciando como una comedia popular italiana con rasgos de Dino Risi, Vittorio de Sica, Mario Monicelli y Federico Fellini, el retrato familiar y amical se deconstruye poco a poco y sobre motivos tan cercanos y reales para cualquiera. Calidez, lujuria, burla, cinismo y deseo hacen un crisol de sensaciones sobre las que el elenco de clasemedieros napolitanos reposa mientras se anuncia la llegada de Diego Maradona al equipo local en 1984. Por supuesto, la alusión al crack solo es un telón de fondo que marca muchos de los momentos de la comunidad y, particularmente, del adolescente Fabietto (Filippo Scotti), quien alcanzará la madurez a lo largo de los 2 siguientes años.
La visión costumbrista y por momentos burda del colectivo es matizada con delirios y figuras que exaltan un lado surreal de la historia, como si la realidad necesitara ser intervenida oportunamente para ser exagerada e ironizada desde esa condición (la reiterada figura de la hermana de Fabietto, quien está siempre en el baño y es una metáfora del individualismo). Pero conforme el relato avanza y el muchacho comienza a ser tocado bruscamente por la tragedia, el lado duro de la historia rompe todo su idílico mundo y los personajes de su entorno comienzan a operar como válvulas de escape para canalizar su dolor y redirigirlo. Así, la visión de un mundo más allá de las reglas debidas, el despertar sexual y la cruda verdad aparecen materializados súbitamente ante él para marcar su nuevo camino.
En ese tránsito, Sorrentino se toma la licencia de hacer micro elipsis dentro de una misma secuencia para expresar dentro de esa libertad narrativa el espíritu de aquellos que inspiran a Fabietto: ser ellos mismos. Las referencias al cine desde el cine están siempre presentes en la mención continúa a Fellini y Zefirelli, en la omnipresencia de un VHS de “Érase una vez en América” (1984) de Sergio Leone o en los rodajes en la calle del cineasta Antonio Capuano (Ciro Capano), con quien el chico tiene un imaginario encuentro que es coronado por una frase del director: “Para hacer cine hace falta dolor. Y tú no tienes dolor, tienes esperanza. Con esperanza solo haces películas reconfortantes. Es una trampa”. El encuentro adquiere un carácter delirante como si su interlocutor fuera un fantasma al forzar un súbito paso de la noche al día y por tratarse de un personaje real que en esa época no había debutado en el cine y que parece hablarle desde 2021.
El resultado final, un contraste entre el calor familiar y del barrio con lo funesto e inesperado, es la respuesta al clamor de Capuano. Sorrentino esquivó la narrativa de una crónica de superación y apuntó a una reflexión desde la ironía y lo exagerado. En ese camino, el derrotero de su protagonista termina salpicado de un baño de realidad y surrealidad en el que la canción “Napule è” de Pino Daniele, le pone el cierre perfecto para entender a una urbe que es “mil colores y mil miedos a la vez”. Sería injusto que quede marginada de la nominación al Oscar.
Fabietto (Filippo Scotti) paseando en vespa con sus padres en el inicio de la historia
“LOS OJOS DE TAMMY FAYE” (EEUU) de Michael Showalter: Comprometido de lleno con la comedia romántica como actor, guionista, productor y director, este cineasta estadounidense ha explorado el género buscando esquivar los filones más básicos y optó por explorar nuevos caminos. En esa ruta, obras suyas como “The Baxter” (2005), “Hello, my name is Doris” (2015) y “The Big Sick” (2017) se han instalado desde el circuito independiente con celebrado entusiasmo. Su siguiente proyecto, basado en el documental homónimo del 2000 de Fenton Bailey y Randy Barbato, explora un personaje que bien podría no ser ajeno a su habitual filmografía. Tammy Faye fue una de las mujeres más notorias en la conducción televisiva en el país del norte, con el agregado que lo consiguió desde su faceta de predicadora religiosa y obteniendo un éxito sin precedentes junto a su esposo Jim Bakker desde fines de los 60.
Tammy resulta una personalidad extravagante empezando por su chillón tono de voz, su preocupación extrema por el look y el maquillaje y su deseo pujante por sobresalir en su inagotable tarea de llevar consuelo y “salvar almas”, empresa que la mentaliza a creerse merecedora de millones de dólares para sostener su envidiable estilo de vida. Se trata de un perfil del que Showalter hubiera podido fácilmente hacer escarnio, pero, en lugar de ello, prefirió estudiarla a distancia y tratar de entender los motores de su conducta. Este poco complaciente biopic hace ese recorrido partiendo del hecho de que tanto Tammy (Jessica Chastain) como su esposo Jim (Andrew Garfield) son oradores animosos pero que creen fervientemente que el progreso económico es una máxima desde la misma Biblia.
La película hace un sinuoso camino en el que más de uno podría presumir desde el primer tramo que la protagonista, muy aparte de los dogmas de su religión, es una persona entregada a su trabajo con responsabilidad y pujanza y merecedora del justo pago a su esfuerzo. En ese devenir, ella hace la palanca perfecta entre su creatividad ante cámaras con la pasión por el lucro de su marido, pasando de ser una sensación en un show de marionetas por la cadena CBN del reverendo Pat Robertson (Gabriel Olds), a dirigir el magazine religioso “El Club PTL” en la señal PTL Satellite Network de propiedad de la pareja y financiada con las donaciones de los televidentes.
Showalter le reserva a Tammy una progresión dramática que pasa del fervor por el trabajo a la codicia en ascenso al experimentar un modo de vida abundante en lujos, ya que ella no es consciente que la fuente del dinero no está destinada al lucro y se deja llevar por la vanidad. Del otro lado, Jim es un administrador descuidado y negligente, solo capaz de cuadrar las cifras mensuales al presionar al público a duplicar su ayuda para que el ministerio de ambos no cese.
Jim Bakker (Andrew Garfield) y Tammy Faye (Jessica Chastain) en su momento de gloria
De esa manera, la vida de Tammy es un tobogán en el que su necesidad material va tomando control incluso de su físico al convertirse su arreglo personal en una práctica obsesiva en la que más que risa, produce pánico al manifestarse como un desvarío que canaliza sus frustraciones por la poca actividad marital con su pareja. Pero junto a esta necesidad económica que cuestiona seriamente a los líderes religiosos por deformar su visión “altruista”, también sale a relucir un trasfondo político en la figura del reverendo Jerry Falwell (Vincent D’Onofrio), para quien la generación de fieles tiene la motivación de usarlos en circunstancias electorales en favor de los republicanos para frenar la agenda del feminismo y los derechos LGTB. Es aquí donde la sensibilidad de Tammy –más allá de su lado materialista- se opone férreamente a ese conservadurismo y expone una conciencia integradora con las minorías que la confrontará seriamente con sus líderes.
Historia de encanto y decadencia, “Los ojos de Tammy Faye” tiene la virtud de acercarse a ese mundo de dogmas y supremacía moral separando diversas capas que no solamente cuestionan a estas entidades ultraconservadoras desde sus contradicciones de fondo, también expone la deformación de los principios a través del lucro y el cálculo político como arma de supervivencia. Aquí, los principios religiosos terminan siendo tan solo una fachada ante un mundo al que la protagonista intenta tender puentes y cuyo carisma sobrevive al ridículo y el escarnio para intentar vivir con dignidad incluso en los momentos más duros, tal como nos lo comentó la misma Jessica Chastain durante la conferencia de prensa en San Sebastián: “Cuando yo era más joven, Tammy Faye era parodiada por los cómicos de manera muy cruel. Durante mucho tiempo me sentí culpable de haberla juzgado sin llegar a conocerla. Yo busco la suciedad debajo de las uñas en mis personajes y pasé mucho tiempo estudiando a Tammy y creo que ella fue constante, coherente y auténtica. Ella fue sincera consigo misma y creía que todos somos merecedores al amor de Dios”. Luego de ganar la Concha de Plata a Mejor Actriz, su interpretación se encuentra entre las favoritas en ese rubro de cara al Oscar 2022.
Jessica Chastain durante la presentación de "Los ojos de Tammy Faye" en San Sebastián. Foto: Sayo Hurtado
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